jueves, 20 de diciembre de 2012

Entre chistes amargos




Los millones de veces que la acariciaste se pueden contar con los dedos de una mano.


Sin salir de esa habitación en setenta y cinco años, el espejo había visto cosas que uno sería incapaz de contar en su presencia. Por eso, antes de comenzar a hablar con tu hija, tapaste el espejo con un trapo. Comenzaste por decirle a tu pequeña –ya no tan pequeña- por qué razón acababas de hacer eso con el espejo.


A un amigo tuyo se le muere un amigo. Lo sientes por tu amigo. Se lo dices por teléfono. Cuando cuelgas, también comienzas a sentirlo por ti.


El escritor ciego se enfrenta a la página en negro.
El escritor ciego escribe a mano. Su secretaria le pone los puntos sobre las ies.
El escritor ciego tiene un perro guía que le impide salirse de los márgenes.
El escritor ciego se quita las gafas negras para no ser reconocido por sus personajes.
Cuando suena la música, el escritor ciego comienza a brailear.


Llegas a creer que esta densidad mañanera es culpa de todo lo que te ocurre. Hasta que alguien te llama –alguien a quien puedes llamar querido- y te cuenta, entre chistes amargos, que basta con salir a la calle, o con haber cogido esa llamada, para comprender que la culpa es de este clima y no tuya. Tu estado de ánimo, según te ha hecho creer tu voz amiga, es el estado del tiempo. De un determinado tiempo. Una previsión que no cambia desde hace meses. Ahora que haces el primer pis del día, estás a punto de desbarrar por símiles con tormentas, anticiclones, isobaras. Afortunadamente, te reprimes. Sales a la calle y el sol que radiaban por la radio, mientras te duchabas, efectivamente emite su radiante luz. A las dos calles casi te engañas al convencerte -¿o te convences al engañarte?- de que el clima, o tal vez el mundo –el mundo conocido, el que llevas masticando desganadamente durante meses- ha cambiado para siempre. Pero mientras esperas que un semáforo te de la razón, comprendes que nada ha cambiado. Recién entonces, cuelgas el teléfono justo después de prometer que volverás a llamarla. O a llamarlo. Pronto.



Idea para un relato. Un día un tipo se despierta convertido en insecto. Que lo siga Paulo Coelho.


Caimán busca caiwoman. Fines serios.



lunes, 10 de diciembre de 2012

Hay dos esquinas





La mentira, por principio, se parece mucho a la verdad.
Haces un esfuerzo para que su mentira se acerque un poco más a su verdad. Hasta que parezcan dos gotas de agua. Quieres creerle.


Has salido a la calle el día equivocado. Después de tantos días, empujado por una necesidad que te mueve desde un sitio insondable, sales a la calle el día equivocado. A la hora equivocada. Y coges el rumbo inapropiado. Hay dos esquinas, que no son pocas posibilidades. Y enfilas hacia aquélla. Con lo sencillo que habría sido ir hacia ésa. Uno toma decisiones erróneas hasta que toma la última.


Tal vez tenga que ver con el poder de su sonrisa. El caso es que ella es la elegida. Y no parece que seas el único que la prefiere. Sueles ver a otros y otras que se paran un momento a hablar con ella. No es raro el día en que ves que alguien le deja una bolsa con ropa, por ejemplo. Es diferente y no sabes qué la hace diferente. Una mendiga seductora, en cierto modo.


Aquí al lado Leonardo Cohen canta Show me the place. Deberías seguir escribiendo la novela que tienes entre manos. Afuera llovizna, probablemente, porque las cortinas rojas sólo te permiten intuir. Descargas un cuento de Simenon: El hombre en la calle. Vila-Matas ha escrito algo acerca de él. Deberías leerlo. Se trata de un lunes acabadamente otoñal éste del 26 de noviembre de 2012. Deberías dejar constancia de ello. También deberías aprender a esperar.


Era tan generosa que cuando le decías "Cambia esa cara", ella te preguntaba: ¿La de quién?


Tenía un sombrero negro, y un abrigo largo que no iba a juego. Tenía un bigote rotundo. Tenía ya más de un pasado. Tenía un sentimiento hacia sus dos hijos que lo hacían llorar de una emoción que nunca había conseguido discernir. Tenía una facilidad extraordinaria para hacerte sentir bien. Tenía recuerdos que le despertaban ternura y otros que le despertaban sexo. Y no coincidían. Tenía un secreto largo, que le contó a la enfermera media hora antes de morir. Ella lleva casi dos años sin saber qué hacer con esa historia. 


Gafas progresivas: primero un cristal… después, el otro… más tarde el armazón…




martes, 4 de diciembre de 2012

El alma más cercana


Comenzaste a leer lo que deseabas leer por haber leído El Hombre Ilustrado. (Gracias, otra vez, a la señorita Susana, unas de tus maestras de 5º, 6º, y 7º de primaria.) Tenías once años. La portada era verde. Un dibujito en el centro, que no recuerdas. Editorial Minotauro.
Sigue siendo una referencia.
Intentas que Bradbury cause el mismo efecto en tu hijo. No lo consigues. Aún. Él es de referencias propias. Ya se verá.
Vinieron otras lecturas. Algunas de ellas, se supone, más elevadas, deberían haber rezagado a Bradbury al baúl de los recuerdos de las lecturas iniciáticas. El mismo donde duermen Verne o Salgari, después de haber hecho su trabajo. Pero él sigue haciendo su trabajo.
Hace unos años en el Babelia salió una portada de Bradbury ya muy mayor. En su casa. En pantalones cortos y calcetines. Sentado en un sillón. Rodeado de libros. Una especie de decadente señorín con síndrome de Diógenes literario. Una foto preciosa, que cuelga enmarcada en la pared cercana a tu mesa de trabajo. (Mesa de trabajo y también de no trabajo.)
Hoy, 19 de junio de 2012, te acabas de enterar de que Ray Bradbury ha muerto el 5 de este mes. ¿Cómo es posible que hayan pasado tantos días sin conocer esta triste noticia?
Ha muerto el hombre que te ilustró.


Haces unos cuantos kilómetros para ir a cortarte el pelo con tu peluquero de siempre. Tienes uno al lado. Pero vas al de siempre.


Mañana invernal. Las nueve. Te acercas andando hacia el Palacio Real, rumbo a Plaza España. Comienzas a escuchar el sonido de una trompeta. Seguramente alguno de los músicos que tocan para los turistas –para sus dólares- en los alrededores de la Plaza de Oriente. Te acercas y la música se acerca. Es un chico negro. Muy abrigado. Lleva guantes de lana con las puntas de los dedos recortadas. Toca como los ángeles. El alma más cercana está a muchos metros de distancia. Seguramente un alma japonesa.
¿Le compensa al trompetista negro tocar desde tan temprano, con tanto frío, tan bien?


Todas las historias de amor, también lo son de fantasmas.


Lo comprasteis en Estocolmo. Uno de esos artilugios que permiten colgar fotos del techo. Hecho con alambres enganchados unos con otros. Recuerda a algunas esculturas móviles de Calder. Cuando entra brisa por la ventana, las fotos se agitan levemente. Giran sobre sí mismas. Mientras escribes, a veces levantas la vista y gira ella y tú y tu padre y tu hijo y la playa y aquella ciudad pequeña. Hoy no hay brisa.


Viéndolas venir. Sintiéndolas venir, más bien. En realidad, intuyendo desinteresadamente que están viniendo. Porque más allá de la atención que le prestas –que es ninguna-, sabes que afuera –cuando estás dentro- y dentro –cuando estás fuera- la vida sigue pasando. Sigue su curso. Minuto a minuto. Sin que tengas verdaderas ganas de hacer nada al respecto. Nada de nada. Y la vida no se ofende por ello. No se ofende en absoluto.


Penes judíos se manifiestan a favor de los recortes.