Haciendo nada eras el mejor.
Ahora que haces algo eres uno más. Eres otro. No el que solías ser.
Escuchas ruidos nocturnos desde
la cama. La oscuridad es, como siempre, casi total. El fantasma te observa de
pie –si es que es posible que un fantasma esté de pie- desde los pies de la
cama. Comprendes sólo la mitad de lo que está ocurriendo. Es decir: crees que
está ocurriendo la mitad de lo que ocurre. La oscuridad es incompleta: las
sombras necesitan que así sea para que tú las veas. El fantasma es la mitad de
un hombre. O de una mujer. Los ruidos son voces, pero no comprendes lo que
dicen. Razonas que la mitad de tu terror tiene una explicación razonable.
Entreabres la mitad de tus ojos.
Biografía: papá no estaba
nunca. Mamá estaba demasiado siempre.
Pensamiento lateral es imaginarla
de frente mientras la ves de perfil. O viceversa. De espaldas no concibes
pensarla lateralmente.
Qué miedo te da no temerle.
Escenas que expliquen algo. O
sólo pretendan explicarse a sí mismas. Ya se verá. Tal vez escenas de una
historia mayor, que las englobe. Momentos pertenecientes a una saga familiar.
Concebidas para el último capítulo de una serie de televisión que jamás verá la
luz. Chispazos a modo de datos, señales, flashes que quizá consigan
ensamblarse y darse un sentido, un sentido común a cada una de las fichas
dispares.
Una abuela sola –años después de
la estremecedora cadena de accidentes que la dejaran sin sus tres hijos en una
misma semana. Cada uno de ellos muerto en particulares e intransferibles
circunstancias, y no en una matanza múltiple y común- atragantándose con un
imprevisto huesito de pollo. Contoneándose de un modo desesperadamente flexible
y gracioso para atinar con la contorsión y el adecuado –y físicamente imposible- golpe en la espalda. Consigue finalmente liberar la tráquea ante la
mirada inescrutable de su gata y la sorpresa propia por haber encontrado la
prórroga de última hora.
Un grupo de tres amigos de trece
años. Pasean por el parque del barrio. Todos chicos. Muy juntos. A veces
riéndose con vergüenza. A veces callando durante largos minutos; sabiendo que
los tres están pensando en quién será quien rompa el silencio. Ansiando que la
noche caiga antes de las 21:30, hora de volver a casa.
Una joven en su último día de
juventud se despierta en una habitación de hotel y tarda algunos segundos en
hacerse una composición de lugar. Se incorpora y mira hacia la cortina que deja
filtrar las primeras luces de un temprano amanecer. Pone la cara más insondable
que puede poner en tales circunstancias y deshecha rápidamente la idea de
levantarse, ducharse, y salir disparada rumbo al aeropuerto. Piensa en lo
difícil que le resulta imitar en su casa la limpia placidez que le aportan las
almohadas, las sábanas, las camas de los hoteles. Debería estar harta de ello,
de pensar en cosas como esas. Pero no lo está.
Y cosas por el estilo.
El tipo escribe las escenas –si
es que se le pueden llamar así a tales vaguedades- en su ordenador. La última
palabra que aparece en la pantalla es huecesillo.
El escritor duda. Borra. Escribe huesito.
No parece seguro de haber acertado. Continúa escribiendo.
Te persiguen. Has acabado por
percatarte de ello. Algunas palabras te persiguen. Niebla. Herrumbre. Subrepticiamente. Hay otras que no te persiguen.
En cuanto te pusiste a pensar en ello no te resultó difícil comprobar que
algunas palabras te ignoran olímpicamente. Amojonar,
por ejemplo, una palabra que, por otro lado, te encanta, y, sin embargo, no te
sigue, no te busca, no te espía. Deberías consultar a un psicoanalista de
palabras. Redundancia: todos los psicoanalistas lo son de palabras. ¿Por qué
algunas palabras te persiguen y otras no?
La mosquita muerta no estaba muerta.
Se cruzan dos caminos. Nace un caminito.