martes, 22 de enero de 2013

Una distancia razonable


La nota ponía: No se exculpe a nadie de mi muerte.


Nada tiene que ver con la tarde. Con esta tarde a la que entristeciste. Ya estaba previsto escribir algo que tuviera que ver con las manos de una muerta, con algún amoroso deudo que deberá sobrevivirla a ella y al futuro por el que tenían previsto adentrarse. Pero aún no lo habías hecho. Todavía no te habías puesto a escribir sobre el tema. Ahora ya es tarde para escribir antes de esta tarde triste.


Tocaste las manos de la mujer muerta. No es exactamente tocar lo que hiciste, siendo que sí, que las tocaste. Hace falta un verbo que designe la acción de tocar las manos de un cadáver, piensas, ahora que merodeas en torno al velatorio de anoche. Cerca lloraba, y tragaba lo que no podía evitar llorar, el enamorado de la difunta. Hubieras querido ser el rival de ese tipo, y no lo fuiste. Lo abrazaste sin énfasis. No porque no desearas consolarlo en la medida de lo posible, sino porque siempre te ha costado ser enfático al abrazar. Ahora es tarde. Ahora es noche.


Nadie ha de castigarte por imaginarla desnuda. Sin vida.


Cuando sales del lugar cambias repentinamente el aire de flores dispuestas para adornar la muerte con pétalos y cruces, por la silenciosa bocacalle de humedad. No llueve, pero no hay agallas para afirmarlo a viva voz. Un coche pasa a una distancia razonable de la muerte de todos nosotros, piensas, y te detienes un momento a apuntar distancia razonable de la muerte. Crees que es un sinsentido al que tu pésima caligrafía te ayudará a olvidar.


Las manos de la muerta. La cara. El cuerpo. El cuerpo desnudo que no conseguiste verle en vida. Las posibilidades perdidas. El abrazo. Las manos que tocaste. O a las que tal vez hiciste otra cosa diferente que tocar. Otra cosa que aún no tiene nombre.



jueves, 10 de enero de 2013

La mitad de tus ojos





Haciendo nada eras el mejor. Ahora que haces algo eres uno más. Eres otro. No el que solías ser.


Escuchas ruidos nocturnos desde la cama. La oscuridad es, como siempre, casi total. El fantasma te observa de pie –si es que es posible que un fantasma esté de pie- desde los pies de la cama. Comprendes sólo la mitad de lo que está ocurriendo. Es decir: crees que está ocurriendo la mitad de lo que ocurre. La oscuridad es incompleta: las sombras necesitan que así sea para que tú las veas. El fantasma es la mitad de un hombre. O de una mujer. Los ruidos son voces, pero no comprendes lo que dicen. Razonas que la mitad de tu terror tiene una explicación razonable. Entreabres la mitad de tus ojos.


Biografía: papá no estaba nunca. Mamá estaba demasiado siempre.


Pensamiento lateral es imaginarla de frente mientras la ves de perfil. O viceversa. De espaldas no concibes pensarla lateralmente.


Qué miedo te da no temerle.  


Escenas que expliquen algo. O sólo pretendan explicarse a sí mismas. Ya se verá. Tal vez escenas de una historia mayor, que las englobe. Momentos pertenecientes a una saga familiar. Concebidas para el último capítulo de una serie de televisión que jamás verá la luz. Chispazos a modo de datos, señales, flashes que quizá consigan ensamblarse y darse un sentido, un sentido común a cada una de las fichas dispares.

Una abuela sola –años después de la estremecedora cadena de accidentes que la dejaran sin sus tres hijos en una misma semana. Cada uno de ellos muerto en particulares e intransferibles circunstancias, y no en una matanza múltiple y común- atragantándose con un imprevisto huesito de pollo. Contoneándose de un modo desesperadamente flexible y gracioso para atinar con la contorsión y el adecuado –y físicamente imposible- golpe en la espalda. Consigue finalmente liberar la tráquea ante la mirada inescrutable de su gata y la sorpresa propia por haber encontrado la prórroga de última hora.

Un grupo de tres amigos de trece años. Pasean por el parque del barrio. Todos chicos. Muy juntos. A veces riéndose con vergüenza. A veces callando durante largos minutos; sabiendo que los tres están pensando en quién será quien rompa el silencio. Ansiando que la noche caiga antes de las 21:30, hora de volver a casa.

Una joven en su último día de juventud se despierta en una habitación de hotel y tarda algunos segundos en hacerse una composición de lugar. Se incorpora y mira hacia la cortina que deja filtrar las primeras luces de un temprano amanecer. Pone la cara más insondable que puede poner en tales circunstancias y deshecha rápidamente la idea de levantarse, ducharse, y salir disparada rumbo al aeropuerto. Piensa en lo difícil que le resulta imitar en su casa la limpia placidez que le aportan las almohadas, las sábanas, las camas de los hoteles. Debería estar harta de ello, de pensar en cosas como esas. Pero no lo está.

Y cosas por el estilo.

El tipo escribe las escenas –si es que se le pueden llamar así a tales vaguedades- en su ordenador. La última palabra que aparece en la pantalla es huecesillo. El escritor duda. Borra. Escribe huesito. No parece seguro de haber acertado. Continúa escribiendo.


Te persiguen. Has acabado por percatarte de ello. Algunas palabras te persiguen. Niebla. Herrumbre. Subrepticiamente. Hay otras que no te persiguen. En cuanto te pusiste a pensar en ello no te resultó difícil comprobar que algunas palabras te ignoran olímpicamente. Amojonar, por ejemplo, una palabra que, por otro lado, te encanta, y, sin embargo, no te sigue, no te busca, no te espía. Deberías consultar a un psicoanalista de palabras. Redundancia: todos los psicoanalistas lo son de palabras. ¿Por qué algunas palabras te persiguen y otras no?


La mosquita muerta no estaba muerta.


Se cruzan dos caminos. Nace un caminito.