Calla para Siempre
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jueves, 16 de mayo de 2013
Cuando cerraron las puertas
El vagón estaba semi vacío. O semi lleno. Todos ibais sentados y quedaban asientos sin ocupar. La gente leía, pero de eso te diste cuenta cuando el tipo del impermeable desfasado, el sombrero percudido y la antigua maletita de cuero marrón claro se levantó de su sitio y se sentó al lado del señor que estaba casi exactamente frente a ti, leyendo a Bradbury. Un hecho a todas luces excepcional: nadie lee a Bradbury en el metro.
El de la maleta le sonreía descaradamente al lector de Bradbury, quien tardó un instante en desconcentrarse y en mirar la sonrisa del hombre de la gabardina, quien hurgó en su maleta y extrajo un libro. El desconcertado bradburyano vio esa acción de reojo, pero enfrentó su mirada al comprobar que el viejo no dejaba de blandir un libro a esacasos centímetros de su cara, invitándole con descaro a que reparara en él. Tú también lo hiciste. Era una colección de cuentos de Arthur Machen, con la portada bastante maltratada por el uso. El hombre del sombrero hizo que Bradbury cogiera el libro de Machen. Lo consiguió sin emitir sonido. Comprendiste enseguida que se lo estaba regalando, y que después de un ligero gesto que mezclaba amabilidad, agradecimiento y no puedo aceptarlo, Bradbury lo cogió.
Entonces el viejo se levantó maleta en mano y fue a sentarse a la vera de la chica que leía a tu lado. Reparaste en que la chica leía -no puede ser, pensaste- a Cheever: Crónica de los Wapshot. La chica no había observado lo que acababa de ocurrir frente a sus ojos hacía un momento, con Bradbury. Eso, o disimuló muy bien. El del sombrero puso sonriente ante los ojos de la chica un ejemplar usado de Catedral, de Raymond Carver. La chica levantó la mirada de Cheever y la posó en Carver, y, enseguida, en el señor Maleta. Hay sonrisas que convencen a la primera, se sobreponen a todo, deshacen malentendidos, seducen hipnóticamente. La chica Cheever tenía ya en sus manitas una Catedral. El viejo de los libros pareció incorporarse con apremio. Se dirigió hacia la puerta donde, apoyado contra una de las hojas de la misma, un chico, un joven, leía Vidas minúsculas, de Alfred Polgar.
El tren comenzó a desacelerar, a entrar en la estación de La Latina. Cuando se abrieron las puertas, el chico, además del de Polgar, tenía otro libro en sus manos: La habitación del poeta, de Robert Walser, sin contraportada, te pareció. Cuando se cerraron las puertas, el viejo caminaba sonriente por el andén en dirección a vete a saber dónde. El señor Bradbury, la chica Cheever, el chico Polgar y tú, el Iletrado Imperdonable, lo seguisteis con la mirada hasta que el túnel os tragó otra vez. Juras que así fue como ocurrieron las cosas. Tardaste dos estaciones en darte cuenta de que también tú tenías que haberte bajado en La Latina. ¿Qué me habría dejado el de la maleta si yo hubiera viajado con el Doctor Pasavento, de Vila-Matas, por ejemplo? -pensaste.
Sé cuánto lamentas no haber llevado un libro en la mano.
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