jueves, 10 de enero de 2013

La mitad de tus ojos





Haciendo nada eras el mejor. Ahora que haces algo eres uno más. Eres otro. No el que solías ser.


Escuchas ruidos nocturnos desde la cama. La oscuridad es, como siempre, casi total. El fantasma te observa de pie –si es que es posible que un fantasma esté de pie- desde los pies de la cama. Comprendes sólo la mitad de lo que está ocurriendo. Es decir: crees que está ocurriendo la mitad de lo que ocurre. La oscuridad es incompleta: las sombras necesitan que así sea para que tú las veas. El fantasma es la mitad de un hombre. O de una mujer. Los ruidos son voces, pero no comprendes lo que dicen. Razonas que la mitad de tu terror tiene una explicación razonable. Entreabres la mitad de tus ojos.


Biografía: papá no estaba nunca. Mamá estaba demasiado siempre.


Pensamiento lateral es imaginarla de frente mientras la ves de perfil. O viceversa. De espaldas no concibes pensarla lateralmente.


Qué miedo te da no temerle.  


Escenas que expliquen algo. O sólo pretendan explicarse a sí mismas. Ya se verá. Tal vez escenas de una historia mayor, que las englobe. Momentos pertenecientes a una saga familiar. Concebidas para el último capítulo de una serie de televisión que jamás verá la luz. Chispazos a modo de datos, señales, flashes que quizá consigan ensamblarse y darse un sentido, un sentido común a cada una de las fichas dispares.

Una abuela sola –años después de la estremecedora cadena de accidentes que la dejaran sin sus tres hijos en una misma semana. Cada uno de ellos muerto en particulares e intransferibles circunstancias, y no en una matanza múltiple y común- atragantándose con un imprevisto huesito de pollo. Contoneándose de un modo desesperadamente flexible y gracioso para atinar con la contorsión y el adecuado –y físicamente imposible- golpe en la espalda. Consigue finalmente liberar la tráquea ante la mirada inescrutable de su gata y la sorpresa propia por haber encontrado la prórroga de última hora.

Un grupo de tres amigos de trece años. Pasean por el parque del barrio. Todos chicos. Muy juntos. A veces riéndose con vergüenza. A veces callando durante largos minutos; sabiendo que los tres están pensando en quién será quien rompa el silencio. Ansiando que la noche caiga antes de las 21:30, hora de volver a casa.

Una joven en su último día de juventud se despierta en una habitación de hotel y tarda algunos segundos en hacerse una composición de lugar. Se incorpora y mira hacia la cortina que deja filtrar las primeras luces de un temprano amanecer. Pone la cara más insondable que puede poner en tales circunstancias y deshecha rápidamente la idea de levantarse, ducharse, y salir disparada rumbo al aeropuerto. Piensa en lo difícil que le resulta imitar en su casa la limpia placidez que le aportan las almohadas, las sábanas, las camas de los hoteles. Debería estar harta de ello, de pensar en cosas como esas. Pero no lo está.

Y cosas por el estilo.

El tipo escribe las escenas –si es que se le pueden llamar así a tales vaguedades- en su ordenador. La última palabra que aparece en la pantalla es huecesillo. El escritor duda. Borra. Escribe huesito. No parece seguro de haber acertado. Continúa escribiendo.


Te persiguen. Has acabado por percatarte de ello. Algunas palabras te persiguen. Niebla. Herrumbre. Subrepticiamente. Hay otras que no te persiguen. En cuanto te pusiste a pensar en ello no te resultó difícil comprobar que algunas palabras te ignoran olímpicamente. Amojonar, por ejemplo, una palabra que, por otro lado, te encanta, y, sin embargo, no te sigue, no te busca, no te espía. Deberías consultar a un psicoanalista de palabras. Redundancia: todos los psicoanalistas lo son de palabras. ¿Por qué algunas palabras te persiguen y otras no?


La mosquita muerta no estaba muerta.


Se cruzan dos caminos. Nace un caminito.


10 comentarios:

  1. Que las palabras te persigan, bueno... Pero ¿y cuando te alcanzan? Lo que pueden hacer con uno.
    ¡Qué acogedora, esta casita del bosque (de las palabras), con sus cuartos, sus ventanas! Quizá debía decir: cuartitos, ventanitas... Por el caminito, digo.
    Un abrazo grande.

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  2. El otro día vi una vieja entrevista con Josep Plá: decía que para él escribir era poner el adjetivo correcto después del sustantivo. Creo que él perseguía a las palabras.

    "huesecito" estaba mejor :)

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  3. Poner en fila -por primera vez- esas palabras que te persiguen y crear con ellas un poema, una novela o un guión es un placer reservado a unos pocos. Qué suerte tienes, Blanco.

    Un abrazo.



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  4. Buenísimo el caminito.
    Sin duda, el camino es el minimalismo, que es estar enfermo sólo un poquito.

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  5. Díselo a un psicoanalista. Se enfadará. A mi me parece maravilloso.

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  6. huesecillo/huesito...dos orillas.

    La primera forma me hace reír. Risa gozosa.

    La segunda me enternece. Y me recuerda una imagen de García Márquez. En los preámbulos amatorios un personaje, arrobado, subyugado, siente que los huesos se le hacen espuma. Eso, pienso, sólo puede ocurrirle a los huesitos.

    En Venezuela comemos ciruelas de huesito.

    A mi peque le canto una canción inventada: huesos.

    Se enfada y contesta: no me gusta que critiques mis huesecillos.

    Un beso (dos) grande(s), querido.

    Intentamos remontar el corazón para vernos.

    L.

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  7. A veces eres estremecedor, como la cadena de accidentes que aplatanó a la abuela. Y siempre interesante. Un abrazo.

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  8. Me encanta haberte reencontrado.

    Un abrazo.

    Maria

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  9. Lo había leído. No comenté. No quería escribir. No quería decir nada feo. Me parecieron demasiados cambios de registro para comentar de una sola vez. Pensé, coño por Blanco... lo que sea, haz un esfuerzo. Joder al final no pongo nada y pasapalabra como en el concurso gilipollas del gilipollas que lo presenta en la puta tele. Pero es el nuevo blog de Blanco. Me disperso, distraído. Qué suerte la de Daniel Dominguez...

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  10. Eres el mejor haciendo nada, y haciendo algo eres más.

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