Que lo viste reflejado en el
espejo es un hecho. Un hecho sobrenatural o un hecho natural que tu estrés
podría explicar sin dudar. Pero el caso es que allí estaba tu hijo muerto hacía tres años. Para
poder estar en el espejo se había
ubicado detrás de ti, apenas algo desplazado hacia la derecha. Y tú, que sabías
que si te volvías para verlo harías que desapareciera, te sobrepusiste
heroicamente –tal vez sólo fue que el miedo te impidió moverte- y le sostuviste
la mirada en el espejo. Entonces conseguiste que su imagen se desvaneciera
lentamente, ayudada teatralmente por el vaho que flotaba después de la ducha
reciente. Cuando entró tu mujer reclamando, entre sensual y risueñamente, que
ensayarais el acto necesario para la
procreación, caíste en la cuenta de que aún no habías tenido hijo alguno.
Despertaste del engaño en que te había sumido ese chico que había aparecido
detrás de ti. Follasteis por primera vez, de pie, en el baño de la casa nueva.
Nueva para vosotros dos. Antigua para tanta gente.
Soñaste con él. Te había tratado
cuando alguien le había hecho creer a tus padres que necesitabas un psiquiatra,
un psicólogo, un médico de esos. Hace más de treinta años. Te despertaste en
mitad de la madrugada recordando alguna de las sesiones que habías tenido. En
especial ésa que tan bien recordabas. Sabías que el tipo se había convertido en
una eminencia. O, al menos, en un tipo mediáticamente
reconocido. Te preguntabas a menudo si las sesiones que había tenido
contigo habrían contribuido de algún modo a cimentar su éxito profesional. También te lo volviste a preguntar en
mitad de la madrugada, en el sanatorio, más de treinta años más tarde. No lo
habías vuelto a ver en todo este tiempo. Sin embargo, por la mañana, mientras
desayunabas junto a otros dos pacientes, supiste que era suyo el rostro –y perteneciente más o menos a aquella época- que
ilustraba la reseña de su obituario en el diario El País. Descanse en paz,
pensaste antes de comenzar a leer.
Las cucarachas ya cuchicheaban
debajo de la cama. Algunas noches parecían estar especialmente animadas. De
algún modo se comunicaban. Se convocaban. Poseían una sabiduría milenaria, que
les había permitido sobrevivir a las hecatombes de todas las eras para
atormentarte cada noche desde debajo de tu cama. No mucho tiempo atrás habías aprendido el
significado de la palabra quitina. Las sombras se las
ingeniaban para hacerse visibles en la oscuridad. Pensabas que también las
paredes de tu habitación, cuando ganaban toda la noche posible, estaban
recubiertas de una quitina opaca. Te tapabas casi por completo. Mordías las
puntas de las solapas del pijama. Rezabas cuando todavía creías que servía para
algo. Sudabas. Siempre había un crujido proveniente de alguna parte lejana y
muy cercana a un tiempo, que, como un redoble creciente, resaltaba el latido
culminante de la madrugada. Nunca dejabas de pensar que esta noche una de ellas
subiría lentamente por la colcha –y eso a pesar de que te ocupabas de que no
tocara el suelo- y tu parálisis no podría impedirle llegar hasta tu cara. No
tardarían en dar ese paso. Esa nueva conquista. Te agotaba tanto terror. Finalmente
te dormías. Entonces las cucarachas desaparecían. Te soñabas goleador de un gol
imposible. Por la mañana todo era luz y hasta tenías valor para asomarte debajo
de la cama y comprobar que no había nada.
Sueños. obituarios, desayunos, psicólogos.
ResponderEliminarParece mi lista de filias.
Todos nosotros padecemos en más de una ocasión eso que llaman TOC y que deben sufrir los personajes que nos dejas en La palabra quitina. Lo sufrimos de forma leve o severa, depende para donde sople el viento. Crecimos y… vivimos en una época en la que la neurosis era una condición más de nuestro desarrollo junto a madres adictas al optalidon y al valium, que mientras crecíamos, nos la transmitían junto al hierro de los platos de aquellas putas lentejas. Neurosis y paranoias... poco a poco fuimos encontrando las nuestras.
ResponderEliminarEn tres párrafos, nos plantas tres importantes historias, capaces por si solas pero también, pudieran ser el inicio de una historia más larga, el ejercicio descubierto de una narración en ciernes, sin que ello, impida cierta perfección, como ya he dicho. O simplemente borradores, ejercicios, prácticas para perfeccionar la narración de un tipo perezoso que sabe escribir bien pero que lucha contra eso, la neurosis.
Un abrazo
En algún recóndito lugar de nosotros, escribir representa conjurar las horas del miedo a mirar debajo de la cama, ¿no?
ResponderEliminarUn abrazo grande.
Nitrato de carbono nitrogenado. ¡No parecía tan mala la palabra!
ResponderEliminar